Como si se tratase del título de aquel viejo filme protagonizado por Jane Fonda, días pasados la ex presidenta Cristina Kirchner, reapareció. Se subió a un escenario en Quilmes a pronunciar un discurso inflamado, supuestamente antigubernamental, plagado de lugares comunes, como si la multitudinaria marcha universitaria del 23 de abril hubiese sido una suerte de operativo clamor para que retorne a las tablas escénicas. La pérdida de lectura política es un denominador común en los dirigentes desgastados o que se quedaron en el tiempo. Las últimas versiones discursivas de Cristina nada tienen que ver con aquella fogosa oradora que, en tiempos mejores, era capaz de cautivar más de tres horas al auditorio que la escuchaba sin siquiera cometer un error de sintaxis o trastabillar con la pronunciación de alguna palabra.
Evidentemente esas épocas quedaron muy lejanas, probablemente porque nunca explicó cómo desde la vicepresidencia se puede ser la principal opositora al presidente que ella misma había elegido, sin darle tregua. Sin pausa ni medida. Sin que esto sea un atenuante para un Alberto Fernández que había alcanzado el cenit al comienzo de la pandemia con casi el 80% de imagen positiva, luego comenzó a decaer; posteriormente los ministros cristinistas le renunciaron, sin antes tolerar y soportar frases como “funcionarios que no funcionan” y otros tipos de exabruptos que fueron mellando la autoridad presidencial hasta dejarla exangüe, indigna y paupérrima. Para Cristina los errores cometidos durante el gobierno de Alberto los cometieron otros, nunca ella. Evidentemente incapaz de esbozar una mínima autocrítica ante tamaña dilapidación de capital político y haber generado una suerte de poder bicéfalo, primero entre ella y el presidente y luego entre Sergio Massa y ella. La que claramente no funcionó ni encajó en el esquema republicano fue ella: Cristina.
De toda esa multitud de errores y soberbia, pues tampoco debe olvidarse que su “bendición” a Sergio Massa como candidato fue llamarlo públicamente “fullero”, que no es otro caso que decirle que era tramposo. Entonces rugió el león y nació esa nueva derecha con rasgos apátridas y colonialistas que dice que dará una batalla cultural y cambiará para siempre la Argentina. De una cosa nació la otra. Quien no quiera ver esto es porque sufre de una incurable necedad política. Ahora bien, la Cristina retornada es una mujer de discurso entre canyengue y compadrito, con malas palabras incluidas, como sí lanzar puteadas en público fuese virtuoso o necesario. Y lo más grave es señalar con el dedo índice a los nuevos culpables con tal densidad, como si los anteriores que a ella la incluyen, no fuesen suficientes. De pronto se le olvido que si quiere recuperar algo del cuantiosísimo capital político que perdió, debió haber tenido un mínimo de humildad y bien, o permanecer más tiempo en silencio o presentar una propuesta superadora que evidentemente no la tuvo, ni la tiene. Eso así, ni una palabra del juez Ariel Lijo, ciertamente una candidatura que la atrae para solucionar la compleja madeja judicial que enfrenta desde hace años. Pese a que en su momento divulgó de manera ilegal un diálogo entre ella y Oscar Parrili, siendo el juez de la causa.
El país necesita de nuevos dirigentes, con menos pasiones y rencores, con ideas nuevas, que levanten el ancla del pasado y que sean un término medio entre los discursos arrabaleros de la ex presidenta y los insultos a granel que propina el presidente Milei a todo aquel que no lo siga en su carrera de bólido hacia la monarquía (sí leyó bien), es decir el achicamiento del Estado para que solamente se ocupe de seguridad, defensa y justicia. Esa trilogía es a la que el presidente quiere que quede reducido.