La relación entre la educación y la participación política es un tema de suma importancia en el análisis socio-político contemporáneo. La educación, en tanto que proceso de adquisición de conocimientos y habilidades, no solo capacita a los individuos para comprender su entorno, sino que también fomenta un sentido de responsabilidad cívica y compromiso social. Por ende, se puede afirmar que a menor nivel educativo, existe una correlación directa con una disminución en la participación política.
En primer lugar, la educación proporciona las herramientas necesarias para el desarrollo de un pensamiento crítico. Los individuos educados son más propensos a cuestionar las decisiones del gobierno, a informarse sobre las políticas públicas y a exigir rendición de cuentas a sus representantes. Sin embargo, quienes carecen de una formación adecuada pueden sentirse desinformados o apáticos, lo que los lleva a una baja implicación en el proceso electoral y en otras formas de participación política, como el activismo y el voluntariado.
Además, la educación fortalece la comprensión de los derechos y deberes ciudadanos. Un individuo con mayor nivel educativo es más consciente de sus derechos políticos y de la importancia de ejercer su voto en elecciones. En contraste, aquellos con menor escolaridad tienden a subestimar la relevancia de su participación, lo que se traduce en un escaso interés por los procesos democráticos y, en última instancia, en una baja representación de sus intereses en el ámbito político.
Mientras la marginación social, frecuentemente asociada a la falta de educación, también incide en la baja participación política. Los grupos con menor acceso a la educación tienden a ser excluidos de los espacios de decisión, perpetuando un ciclo de desinterés y desconexión respecto a las instituciones políticas. Esta exclusión no solo perjudica a los individuos, sino que también debilita la democracia al limitar la diversidad de voces y perspectivas en el debate público.
Pero aun así la reciente supresión del fondo fiduciario destinado a las becas Progresar ha suscitado una severa preocupación en el ámbito educativo y social de Argentina. Esta medida no solo afecta a miles de estudiantes que dependen de estas ayudas financieras para avanzar en su formación académica, sino que también pone de manifiesto la postura del gobierno actual respecto a la educación como un bien público. Desde su implementación, las becas Progresar han permitido que jóvenes de sectores vulnerables accedan a la educación superior, promoviendo la inclusión y el desarrollo social. Sin embargo, se reconoce que estas becas tienen limitaciones inherentes; son, en muchos casos, insuficientes y más bien una respuesta a la imposibilidad de empleo que a una verdadera inversión en el futuro de los estudiantes. No obstante, en el actual contexto de crisis, estas ayudas se han convertido en paliativos necesarios.
Es indiscutible que la educación juega un papel clave en la participación política. Mientras menos educación exista en una sociedad, mayor será la probabilidad de que sus ciudadanos se sientan distantes y desmotivados para involucrarse en los procesos democráticos. Por lo tanto, fortalecer la educación debe ser una prioridad para promover una ciudadanía activa y comprometida, fundamental para la salud de cualquier democracia.
La decisión de suprimir este fondo se inscribe en un marco más amplio de desfinanciación sistemática y políticas de ajuste. Es evidente que el objetivo de estas acciones parece ser la erosión de los pilares que sostienen la educación pública en el país. La educación, como un derecho fundamental de la sociedad, no debe ser objeto de recortes ni de decisiones que prioricen otros intereses. Por ende, la eliminación del fondo fiduciario para las becas Progresar representa un ataque directo que no solo golpea a los estudiantes, sino que afecta a la sociedad en su conjunto, ya que una educación debilitada implica un futuro incierto para próximas generaciones.